Yo era leñador. Trabajaba para una gran empresa papelera. Aquel día me fui al bosque con mi motosierra temprano para terminar el trabajo que había dejado a medias la jornada anterior. Caminé por los senderos hasta llegar a un fabuloso árbol milenario. Con él obtendría un buen montón de madera. Cogí mi motosierra, la puse en marcha y me dispuse a cortar.
—¡Alto! —dijo el árbol.
—¿Qué? ¿Cómo puede hablar un árbol?
—Soy el Árbol de la Vida. Todos los árboles podemos hablar, pero… ¡Aaaargh!
Lo corté en apenas unos segundos. Aquella motosierra era una maravilla.
—¿Qué me dices ahora, eh?
—Me muero… Pero como soy el Árbol de la Vida, también se muere todo el mundo, hala.
PLOF.
Me morí a la vez que todo el mundo. No sé por qué, pero la gente me miraba muy mal. Entonces llegué al Infierno.
—¡Ja, ja, ja! ¡Soy el Diablo y vengo por ti por cargarte a todo el mundo!
—Uy, qué miedo. Mejor regreso al mundo de los vivos.
Regresé allí donde llacía mi cadáver. Entré dentro y me obligué a andar. Allí estaba el cadáver del árbol de la vida. Traté de reanimarlo de algún modo. Corrí al Hospital más cercano y volví con un desfibrilador.
—¡Ochocientosmil, yo creo que será suficiente!
Le apliqué la descarga al árbol.
—Uy, creo que me he pasado: ahora está ardiendo… Bueno, ya se apaga.
—Hijo mío, pero ¿qué has hecho? —dijo de pronto una voz procedente del cielo—. Calla, no digas nada. Soy el espíritu del Árbol de la Vida. Tenemos que restaurar la vida en la Tierra. Levanta los brazos y canta conmigo.
Levanté los brazos y me puse a tararear. De pronto me encontré dentro del tronco del Árbol de la Vida mientras mi cuerpo se alejaba llenándolo todo de vida. Mientras tanto, un hombre me subía a un camión lleno de troncos…