El Maestro Juguetero pasaba los días en su taller justo en el centro un pueblecito abandonado hacía ya muchos años. El eco de las voces de los niños dejó de resonar en los callejones por algún motivo, el rítmico golpeteo de suelas de zapato voló con el viento. Solo en su taller, sin más compañía que la de un centenar de soldaditos, osos y muñecas, el Maestro Juguetero dejaba pasar los meses ahogado en su soledad. Cientos de ojitos vacíos contemplaban cómo su corazón se hacía más y más pequeñito. El Maestro Juguetero se moría de pena.
Un buen día, sin avisar, una idea empezó a tomar forma en la mente de cartón y vidrio del Maestro Juguetero: construiría un amigo con quien compartir sus largos días en el taller. Lo que comenzó como una idea alocada pronto tomó forma e ímpetu hasta convertirse en una determinación irresistible. Cuatro semanas de frenético trabajo sólo interrumpido durante breves pausas forzadas por el agotamiento extremo tuvieron consecuencias: el Maestro Juguetero perdió un tercio de su carne y sangre pero ganó un amigo. ¡Y qué amigo exquisito había construido con sus manos arrugadas! Tenía el cuerpo de caoba y los nervios de latón, los ojos de ámbar y el corazón… ¡ah, el corazón…! El corazón estaba hecho con un pedacito del corazón del propio Maestro Juguetero, el pedacito más valioso que ahora palpitaba con timidez y asombro.
El Maestro Juguetero y su nuevo amigo congeniaron rápidamente; al fin y al cabo, compartían el corazón. Pasaron las semanas y el Maestro Juguetero, ilusionado con la vida como cuando era un niño, le enseñó a su nuevo amigo todo lo que sabía. ¡Qué tiempos tan felices fueron aquéllos! El Maestro Juguetero incluso recuperó el ánimo para salir fuera del taller. Decidió ir a ver dónde se habían metido todas las personas, dónde se escondían los ecos de las voces. Decidió comprar manjares y dejar de alimentarse de lágrimas y suspiros. Su corazón crecía en el pecho de su amigo de madera.
Fue una mañana de verano cuando el Maestro Juguetero se atrevió por fin a salir al mundo exterior. Le dijo a su amigo que esperara quieto en el taller, pues tenía que comprobar que la calle y sus gentes fueran seguras. El Maestro Juguetero salió con alegría a pesar de que el sol le dolía en los ojos y la piel, a pesar de que el viento soplaba con intensidad en sus oídos.
El camino a la ciudad fue largo y agotador. Vio a la primera persona a pocos pasos de las puertas; vestía de forma extraña y era difícil adivinar si era un hombre o una mujer. El aspecto del Maestro Juguetero también debía de ser extraño, pues tras escasos minutos se formó un corro de curiosos con preguntas infinitas. Pronto se descubrió que el Maestro Juguetero vivía en el pueblo abandonado y había sobrevivido allí sin ayuda durante décadas. El Maestro Juguetero se había convertido en una celebridad. Todo era regalos, entrevistas y canciones. Sin embargo, algo dolía en el corazón del Maestro Juguetero.
Pasó una semana de festejos y mucha, mucha comida deliciosa. El Maestro Juguetero estaba muy ocupado. Sin explicarse satisfactoriamente, partió hacia su utaller con la promesa de volver a la ciudad pronto. Los habitantes de la ciudad lo despidieron con reticencia.
El camino de vuelta fue más fácil que el de ida. La comida y el aire libre habían rejuvenecido los músculos del Maestro Juguetero. Sin embargo, su corazón seguía compartiendo espacio en su pecho con un dolor inquietante y profundo.
El cielo cayó sobre el espíritu del Maestro Juguetero cuando éste abrió la puerta del taller y descubrió a su amigo tendido en el suelo con las articulaciones descoyuntadas y el pecho hecho añicos. El mundo se había deshecho porque había permanecido demasiado tiempo demasiado lejos de su amigo y ahora su corazón incompleto no podía sostener la pena. Sin ánimo, sin lágrimas con las que ocultar su rostro, volvió a la ciudad.
Las gentes de la ciudad se asombraron al ver la metamorfosis que había experimentado el Maestro Juguetero. Los médicos decían que tenía el corazón roto y los días contados. Discutían en los mercados sobre qué podría haber obrado tal cambio en aquel extraño visitante que había sobrevivido tanto tiempo tan lejos de la sociedad. Todos se hacían preguntas pero nadie se atrevía a hablar con el desdichado Maestro Juguetero. Pasó el tiempo, se sucedieron las visitas y la gente olvidó lo que había pasado.
Sin consuelo y de nuevo solo —¡solo entre la multitud!—, el Maestro Juguetero abandonó la ciudad para siempre y se refugió en la familiaridad de su taller, el hogar de su corazón incompleto. Allí pasaría sus últimos días.
Han transcurrido muchos años desde estos sucesos. El pueblo sigue vacío y la ciudad, tan vibrante entonces, ha perdido casi todos los ecos de las voces de los niños. El mundo está muriendo y nadie vendrá a reclamar su espacio.
Se ha extendido el rumor entre los aventureros que se atreven a transitar la región. Dicen que las paredes del viejo taller se derrumbaron sobre las estanterías llenas de juguetes y que aquello es un lugar desierto salvo por dos árboles que crecen justo en el centro de las ruinas. Dicen que, de noche, se oye un golpecito rítmico, como un palpitar, y que, si se afina el oído, hay otro palpitar mucho más débil que lo acompaña. Dicen que al amanecer, cuando el día es muy frío, se oye el eco lejano de las risas de los niños y un rítmico golpeteo de suelas de zapatos.